(del libro Astillero Historia Gráfica)
(del libro Astillero Historia Gráfica)
El servicio de las barcas que
trasladaban viajeros de Astillero a Pontejos, era muy conocido y quién no tiene
recuerdos de estas travesías.
Aquel que solicitaba el servicio,
pronunciaba la palabra ¡barqueroo! y rápidamente le contestaban ¡va!
Sobre la superficie del agua un lanchón
chato se deslizaba a golpe de remo hasta la orilla opuesta, y en unos minutos
después el viajero había atravesado la ría, y todo al módico precio de unos
céntimos que, incluso tiempos en que éstos tenían, al menos para los vecinos de
Pontejos, carácter de absoluta voluntariedad.
Al principio se hacían las travesías en
un lanchón, casi sin quilla, propiedad de la Junta Administrativa del pueblo de
Pontejos. a golpe de remo de una a otra orilla. Por entonces no había muelles
de atraque, sino unas rampas de madera que partiendo de tierra firme se
centraban en el mar, siguiendo la bajamar, las cuales se utilizaban para
embarque y desembarque de pasajeros y mercancías, luego ya se hicieron el
muelle de piedra que ahora existe.
Pasados los años, fue dotado el servicio
de magnificas motoras, lo que dio como resultado el que fuera más rápido el
servicio, cómodo y más seguro, con un horario convencional, al que los usuarios
tenían que atenerse.
Esto hizo "mella" a los
pasajeros, acostumbrados hasta entonces en que los servicios no tenían horarios
y se hacían de una manera constante, aunque fuera con una sola persona.
El día de la bendición de las nuevas
embarcaciones con motor, fue un verdadero acontecimiento en los muelles de
Pontejos.
Pero desde entonces ha pasado mucho y
han sido más los vientos que han azotado la estrecha garganta que el mar forma
entre el pueblo de Pontejos y el de Astillero.
Las cosas han cambiado con el tiempo y
las circunstancias de la vida. Aquellas feas barcazas, inseguras, además, por
su casi absoluta carencia de quilla, se había transformado en motores de grácil
silueta, impulsadas por trepidantes pistones, regidas en su breve travesía por
lo implacable de un horario convencional, y a él había que atenerse, esperando,
pacientemente en los espigones de los muelles de hormigón construidos en ambos
márgenes de la ría, que antes eran unas difíciles rampas de embarque y
desembarque.
Han transcurrido mucho tiempo desde
entonces. Cuantos patrones se han sucediendo a popa de lanchones y barquías,
empuñando el timón..
En la memoria de los más viejos de estos
pueblos ribereños se han perdido nombres y fechas; muchos de ellos aseguran que
el servicio de barcas entre Astillero y Pontejos es tan viejo como la ría misma
y su estampa.
Hubo ciertos años por entonces, existía
gran interés entre los vecinos de Pontejos por quedarse con el servicio de la
barca, pese a que sólo pagaban los pasajeros cinco céntimos, si eran
forasteros, ya que los del pueblo estaban exentos de este requisito y pagaban a
voluntad.
La subasta para explotar el servicio se hacía
anual y se concedía al mejor postor, llegándose a poner en aquellos tiempos las
mil o más pesetas, e incluso las dos mil en alguna ocasión.
Eran curiosas las subastan: Se reunían
todos los aspirantes en un tendejón que había cerca del puerto con el
presidente de la Junta Vecinal del pueblo y el cabo de mar de los carabineros.
El presidente pedía la primera proposión y una vez dada iba subiendo
paulatinamente hasta que entraba en juego la "cuarta" y la
"diezma"; momento éste en que la competencia se veía de verdad con
las últimas ofertas. Sino surgía la "diezma", el que daba la cuarta
parte más de lo ofrecido aseguraba la explotación.
Se llegaba incluso a dar una oportunidad
por si quedaba un postor. Entonces el presidente encendía una cerilla y ya se sabía,
el que ofreciera la décima parte sobre el total, incluida la "cuarta"
antes de que el fosforo se apagara, pasaba a ser el barquero oficial.
A veces se esperaba hasta que el
presidente se quemara los dedos. Por este procedimiento, la última vez que se
subastó la barca se pagaron dos mil pesetas.
De
los primeros barquereños, uno fue Marcelino Diez, ya en el año 1922 y
estuvo alrededor de más de 35 años.
Los horarios de servicio, era de 6 de la
mañana a 10 de la noche, con relevos entre los barqueros que formaban la
sociedad.
Esta figuraba con arreglo a lo que exigía
la Comandancia de Marina de dos barqueros y un patrón examinado. En aquellos años
estaban Marcelino Vayas, Jesús Cavadas y Marcelino Diez.
Llegaron a tener la competencia en el
servicio, que duró muy poco, ya que se unieron incorporándose a la sociedad,
los hermanos Germán y Enrique Méndez, además del sobrino, Aurelio Llama.
El trabajo era duro, sobre todo en
invierno, siendo lo más temible los temporales del viento Sur, para los
barqueros y para los pasajeros.
A veces no se podía hacer la travesía
por este motivo y la gente con gran pesar, se veía obligada a dar la vuelta por
Heras para llegarse hasta Astillero, teniendo que regresar al pueblo si persistía
el temporal, haciendo el mismo recorrido.
Aparte de los viajeros, también
trasladaban mercancías de toda clases, animales, materiales de construcción, en
fin de todo.
Las vacas y los "bocoyes" de
vino lo hacían por su cuenta, las primeras amarradas por los cuernos al costado
de ésta nadando y con el rabo fuera del agua, también agarrado por aquello de
que dicen se ahogan estos animales por el sitio más próximo a este apéndice.
Los barriles de vino que hacían unas
cuarenta cantaras flotando.
Hubo importantes personajes que hicieron
la travesía en sus tiempos, banqueros, políticos, directores de Pedrosa, como
los doctores Morales, Buenaventura, Muñoz y Aguilar, médicos, obispos, militares,
el teniente coronel don Eduardo Prado. Por los años 24 o 26, don Ramón Franco,
Ruiz de Alda y el mecánico-aviador Rada, que aterrizaron por aquellas fechas
con un hidroavión en la finca de los Herrera de Pontejos.
Los días que más gente pasaban, era los
lunes al mercado de Astillero, junto a los jueves y domingos con las visitas a
los enfermos de Pedrosa.
En temporada estival, los domingos, se
incrementaba el número de pasajeros con la juventud que de los pueblos limítrofes
pasaba al Astillero y de este mismo pueblo acudía al baile que había en
Pontejos llamado "La Flor de la Sierra".
Después de estos barquereños, le
siguieron otros como José Cifrián, luego Casimiro Gómez,. Donato Díez,
Francisco Bedia y algunos más.
Después de la jubilación estuvieron José
(hijo de Jesús) y Lino (hijo de Nino), varios años, junto a Jesús Ladislao y
Aurelio Llama, hasta que lo cogió Gabriel Tricio, de de Pedreña. Este fue el
último y lo dejó cuando se inauguró el puente
Uno de los más ilustres barqueros, fue
Jesús Cavada, quien estuvo treinta y cinco empuñando el timón: Chus, era muy popular, con
su aspecto típico del viejo lobo de mar.
El amigo Chus, contaba que por entonces
eran otros tiempos, había gran lucha entre los vecinos por quedarse con el
servicio de barcas, ¿y eso que sólo se pagaban cinco céntimos?
Chus termino sacando permiso de la
Comandancia y a partir de aquel momento, treinta y cinco años remando con
fuerza contra los toletes, empuñando el timón. Ha soportado vientos, lluvias,
granizos....
De cinco de la mañana a diez de la noche en
servicio permanente.
A este viejo marino se le recuerda
siempre sentado alegre en la popa, describiendo una parábola perfecta para
atracar, poniendo la proa en dirección ya de la orilla opuesta, listo para partir
de nuevo. Todos le conocían por sus famosas "cabalgadas" cara al sur.
En algunas fechas, el horario se mantuvo
hasta esperar el último tren de la noche; aunque en tiempo de los romos
lanchones se acababa el servicio al anochecer y quien quería llegar al pueblo a
hora más avanzada o lo hacía por Heras, dando toda la vuelta o se aventuraba a
través del "Caño" especie de pasarela que seguía los tubos de
conducción de agua de los lavaderos de mineral, tendida sobre la ría de San
Salvador.
Jesús Cavada "el barquero"
empezó a transbordar viajeros por la ría en el año 1922, en una barca del
pueblo y con las condiciones que el pueblo ponía: los obreros pagaban cinco
reales al mes y los demás lo que buenamente quería, cinco céntimos, diez o
nada.
Las barcas se concedían cada año en
subasta y la primera adjudicación le supuso mil trescientas y pico pesetas; al
año siguiente, algo más y después ya alcanzó la subasta a las mil seiscientas
pesetas.
Todo ello para explotar de sol a sol una
chalupa llana, capaz para unas veinticinco personas.
Estuvo cinco años seguidos, hasta que se
marcho a América. Volvió para hacerse de nuevo con el servicio y a navegar para
ya terminar en el año 1958 definitivamente, cuando se hablaba de la
construcción del puente.
Días tras días, hasta que al marcharse,
le sustituyó Fidel, el del puerto. Cuando lo dejo la segunda vez fue por
quedarse de patrón en la lancha de Pedrosa.
Cuando volvió por segunda vez se ganaba
quince céntimos. Había días que sacaba alrededor de los 35 céntimos.
Los días de sur eran los más temibles,
en esa travesía en la que siempre soplaba el viento al lado de estribor o de
babor, según que el viaje fuera de ida o vuelta. De nada servía muchas veces
tratar de no dar costado al viento haciendo la travesía al triángulo.
No se conoce haber ocurrido tragedia
grave alguna en todos los años de servicio de las barcas.
Al principio se manejaba el remo y más
tarde el timón en las barcas que lo tenían, la época de la "Wikinga",
la "Maria Jesús" y la "Maria del Pilar".
Una de las noches más triste, fue cuando
el viento llevó hasta la desembocadura de la ría de Boo. Otra noche en que se había
roto amarras la barca y quedaron la deriva hasta esperar al amanecer del día
siguiente.
También hubo buenos ratos que
transcurrían en la casa de Angela, tabernera del puerto.
Recuerda al doctor Aguilar y los
doctores Lemes Toscano, Muñoz Garcia-Lomas, Presmanes, Meana que subían a la
barca para llegar al Sanatorio de Pedrosa, más muchos viajeros de todas las
provincias de España que visitaban ese Sanatorio.
El último barquero fue Gonzalo Tricio,
destacado marinero, que su oficio fue transportar personas en barca cincuenta
veces al día y vuelta, desde las seis de la mañana hasta la diez de la noche.
Tenía dos lanchas a motor y una de remo, a la que llamaba la "La Vikinga".
Venia cobrando a los obreros por el
servicio seis pesetas a la semana y al final, llegó a subirlo hasta diez. A los
viajeros, les cobraba dos pesetas en un principio y después tres por ida y
vuelta.
Bien merece hoy ser recordado estas
travesías de las barcas de Pontejos a Astillero, con algún monolito o placa
colocada en el muelle pontejano. (hubo en unas fechas que solicitaron tal
homenaje, no llegándose a culminar)
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